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El coronavirus ha irrumpido de una forma tremenda en nuestras vidas. Ha dejado un rastro de muerte, enfermedad, dolor…del que nos va a costar salir, dejar atrás para continuar con nuestras vidas.

Tenemos los dos polos en la aceptación, enfrentamiento y afrontamiento del problema. Por un lado vemos señales contínuas de negación lo que está agrandando el problema, aumentando el número de muertes y sumiendo a la población, por la que se supone debe ayudar, en un dolor mucho más intenso y agudo del necesario.

Por otro, están quienes sí se han enfrentado y puesto de su parte, acertada o no acertadamente, para contener el virus, parar su expansión y atenuar el dolor de las personas. Seguro que se podrían haber hecho las cosas de otra forma, pero debemos tener en cuenta que ha sido una situación nueva e inesperada.

También nosotras hemos colaborado y ayudado quedándonos en casa, procurando salir sólo para lo necesario. Aseándonos las manos, cubriéndonos con mascarilla para evitar el contagio propio y en consecuencia la de las demás personas. Ha sido duro no poder vernos con las personas allegadas y queridas pero el esfuerzo ha merecido la pena.

¿Y ahora? ¿Qué ha quedado? Oigo que miedo, incertidumbre, tensión, duda, rabia…una sensación de no saber qué va a pasar puesto que en cualquier momento la vida se puede detener. Bien porque el virus entra en nuestro cuerpo, y/o también de un modo menos grave, volviendo a confinamientos parciales, por zonas. No hay certezas, ni seguridades, en cualquier momento, por cualquier descuido se puede volver a colar en nuestra vida.

La muerte nos ha asaltado, nos ha traído el mensaje de que somos humanos, no omnipotentes. Que aunque nos hemos hecho casi dueños de la naturaleza, dominándolo, explotándolo, utilizándolo a nuestro antojo para nuestro beneficio, éste al final, nos recuerda que está ahí. Que es fuerte y puede aparecer cuando menos lo esperamos, así, por sorpresa.

Es la muerte algo que nos cuesta aceptar y del que queremos huir, pero es tan real, tan fuerte, tan implacable que nada podemos hacer cuando llega el momento. Cuando el cuerpo nos dice que ya no puede más, que ya no tiene recursos para seguir luchando. Eso nos llena de impotencia y frustración y buscamos dónde depositar nuestra rabia. Y es entonces cuando nos volcamos en encontrar responsables y aliviar nuestra impotencia, necesitamos tener a alguien a quien culpar.

Probablemente, también para aliviar la culpa que sentimos porque creemos que no hemos estado a la altura debida en el cuidado de esa persona allegada. La muerte, esta vez de forma tan terrible e implacable nos ha mostrado su peor negro rostro.

Aunque la incertidumbre sigue siendo grande, el miedo esté presente en nuestras vidas, lo importante es seguir viviendo, luchando y adaptándonos a las circunstancias. Tratemos de poner nuestro gran grano de arena para minimizar la expansión en lo posible y atenuar el dolor.

 

…porque andando se hace el camino…
Escribo como mujer

Gurutze Olaizola Larrañaga

 

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